domingo, 5 de diciembre de 2010

Balaguer Losada, Montserrat

Corren rumores sobre una inminente huelga de controladores aéreos, estoy en Barajas, sentada al fondo de la Terminal 1, hace unas dos horas rechacé 400 euros a cambio de quedarme en tierra y volar mañana por sobreventa de billetes. Llevo una hora sin cambiar de postura y se me duerme la pierna derecha, que sostiene a la izquierda hace demasiado tiempo. Espero a que abran por fin la puerta de embarque, el vuelo lleva retraso.
Otra vez el mismo aviso, "Balaguer Losada, Montserrat, preséntese en la puerta de embarque A18", he debido escuchar esta llamada unas quince veces desde que estoy aquí. Miro al rededor, mucha gente y ninguna es Montserrat, nadie parece siquiera planteárselo. La azafata también hace un barrido en busca de alguna señal, se detiene al llegar hasta mi, demasiado rato, me hace dudar, ¿y si soy yo? porque a lo mejor soy yo, no me parece tan disparatado. A ver, soy Montserrat, ¿se me hace extraño? pues no tanto, la verdad. No puedo asegurar que no sea mi nombre. María no me aporta mucha más seguridad. No pondría la mano en el fuego por nada ahora mismo, no sé... Lo que esta claro es que han llamado a Montserrat quince veces durante la última hora, y yo no he ido a personarme, y la siguen llamando. Esa es una prueba bastante feaciente de que puedo ser yo.
Me revuelvo en mi asiento, busco respuestas, no quiero mirar el pasaporte, puede despistarme aún más, es sólo un documento escrito. Hay más, mi abuela se apellida Balaguer. Me estoy impacientando, por favor, que alguien, sea hombre o mujer, se acerque al mostrador ¡ya!.
El cosquilleo molesto de la pierna derecha me distrae un poco, me levanto, fijo un objetivo en esa gran sala casi vacía, que debía estar llena de viajeros, y camino hasta él para estirarme. La maquina expendedora, por ejemplo. Según me acerco pruebo a saludar a mi reflejo a ver que pasa, "Hola, Montserrat, ¿que tal?"... Pues bien, todo en orden, no se me hace raro. Pruebo otra vez, "Qué, María, ¿te vas a NY?"... Sí, sí, también funciona. Me miro fijamente, un tanto agobiada, y entonces veo tras de mi cómo una silla de ruedas empujada por un empleado del aeropuerto se aproxima a la A18. Me giro para distinguir mejor la escena, en la silla una mujer de edad avanzada. Cruzan unas palabras con la azafata y acceden al avión.
No vuelven a llamarme por ningún nombre, pero sólo cuando anuncian el embarque, empezando por los pasajeros con niños menores de 7 anos, clientes preferentes y personas de movilidad reducida, consigo relajarme. Ya esta, no soy Montserrat. O por lo menos, no tiene tanta importancia.