miércoles, 10 de abril de 2013

Manuel

En la esquina de la calle Princesa con Evaristo San Miguel, desde hace vete tú a saber cuantos años, en la escalinata que da entrada a lo que hasta hace poco fue una sucursal de Halcón Viajes, vive Manuel. Bueno, no sé si se llama Manuel, yo llamo Manuel a todo aquel del que desconozco el nombre desde que me dio por llamar así a éste Manuel, el primero de todos, el auténtico Manuel. Hace ya mucho tiempo. Yo tendría 13 años y casi a diario recorría la calle Princesa desde el Intercambiador de Moncloa hacia donde quiera que fuera. Y Manuel ya estaba ahí, sentado a la puerta de Halcón Viajes, sin viajar a ningún lado, con un carro de supermercado hasta arriba de libros, siempre con uno en la mano, leyendo, solito y callado. Yo le echaba unos cuarenta años; un hombre atractivo con barba negra, perfil quijotesco, mirada tranquila, de tío listo. Imposible no fijarse en él. Yo, que por aquel entonces leía muchísimo porque todavía era tímida y capaz de fijar la atención en algo el tiempo que hiciera falta, había hecho una selección de los libros que me habría gustado regalarle a Manuel, los tenía apartados del resto en mi habitación, pero nunca encontré el momento de llevárselos. Cumplí 17 y me fui de casa, ya no recorría Princesa a diario, ni muchísimo menos, y los libros que le había guardado se mezclaron con el resto. Pero a lo que voy; hace cuatro años me mudé muy cerca de donde vive Manuel. Una tarde pasé frente a su escalera y ahí seguía, doce años más tarde. Tal vez fuera más dispersa pero no había perdido la memoria, sin duda era él, pero sin libros, ya le habría dado tiempo a leerlo absolutamente todo, a vernos pasar a absolutamente todos, a escuchar absolutamente todas las conversaciones ajenas, a pensar en todo y sacar absolutamente todas las conclusiones, hasta llegar a la más importante. Seguía aparentando tener cuarenta años. El país se fue por el sumidero, Halcón Viajes también, y cerró aquella sucursal para mudarse a otro local mucho más pequeño unos metros más abajo. Apuesto, sin miedo a equivocarme, a que despidió a gran parte de la plantilla. Algunos de aquellos tal vez en algún momento se quejaran de la eterna presencia de Manuel a la puerta de su trabajo, otros incluso hicieron bromas a su costa, seguro. Pero Manuel no ha perdido su puesto, ni se ha tenido que mudar a otra escalera porque él no paga con dinero su rincón en el mundo. Lo pagará de algún otro modo más humano, claro, nada es gratis. El mundo por el que nos empeñamos a apostar cierra, se muda, quiebra, nos despide. Y el que postergamos, o directamente ignoramos, siempre va a estar ahí. Manuel lo sabe, estoy segura, porque él ya ha alcanzado la conclusión más importante, que no tengo ni la menor idea de cual es, yo ni siquiera encontré un hueco para dejarle un libro sobre el escalón...

martes, 10 de abril de 2012

un fantasma

No era una hora prudente para tender la ropa, pero era el único momento que me quedó para hacerlo. Cerca de las once de la noche el cielo estaba ya negro, pero el patio interior de la comunidad continuaba iluminado a través de las ventanas de algunos vecinos.
Extiendo la sábana cubriendo parcialmente la ventana del piso de abajo por un instante, y un grito aterrador me deja helada. En seguida un llanto infantil, imagino entonces la sombra siniestra que debió percibir, medio dormido, el chaval y su imaginación de cuatro o cinco años.

¡¡Mamá!!... ¡Mamá! - y la madre no responde. Yo permanezco atenta, asomada a la ventana, por si tengo que explicar lo sucedido.
¡¡Mamá!! Mami, ven - y la madre no responde. Está, porque la escucho trajinar en la cocina, pero no hace caso al niño.
Empiezo a sentirme muy culpable. Sigue llorando, y tengo ganas de llamarle yo a él y decirle que esté tranquilo, que sólo he sido yo tendiendo las sábanas. Pero imagina que, encima de ver un fantasma a través de la ventana, el fantasma va y te llama, justo ahora que tu madre ha decidido no estar de tu lado.

Una breve eternidad más tarde, cuando el autoconsuelo estaba empezando a funcionar, por fin llega la madre para preguntarse por qué seguía despierto, pegar cuatro gritos, pedir que no invente cosas, y que, si le vuelve a pasar, mire a la pared y no a la ventana. Creo que la voz fantasmal del piso de arriba habría resultado más balsámica. Con lo fácil que era asomarse, demostrar que no hay que tener miedo, e inventarse algo sencillo que, en este caso además, no tenía que inventarse.

Vuelvo dentro todavía con cierto malestar, y pienso en cuántas veces me habré asustado por error. Y cuantas veces, aquellos en quienes yo confiaba, me habrán dicho que mire hacia otro lado, siendo tan fácil aclarar las dudas.
Es absurdo, porque todos sabemos que las sombras existen, entendemos qué las provoca y en un momento dado somos capaces de reírnos de nosotros mismos, pero la imaginación es otro cantar que, a menudo, se nos escapa de las manos.

jueves, 16 de febrero de 2012

manuel becerra

Salí a caminar la otra noche, pasadas las once. Llegué hasta Colón esquivando lugares comunes, pensando en lo pequeña que se me estaba quedando la ciudad ahora que sumo tantas calles a evitar, a ser posible. Hacia la izquierda, andé a penas la Castellana para subir enseguida por Ayala. La Castellana me gusta mucho más de bajada, de vuelta a casa, tan vacía de caminantes.
Estaba llegando a Manuel Becerra cuando Madrid empezó a olerme diferente. Un cálido olor a portal y arena, a manta de lana. Yo conocía ese olor, en algún momento había llegado a ser muy mío, pero de aquello hacía tiempo. Me recordé entonces bajando a la calle a esperar a la ruta del cole, que normalmente me esperaba a mí (mi madre siempre me enseñó que la puntualidad es muy importante, pero nunca predicó con el ejemplo). En ese momento paré el paso, cerré los ojos y busqué más detalles en el aire. Una quesera se abrió y las manos de mi abuela cortaron un pedazo de queso que me comí sin placer, pero con ganas. Entonces no me gustaba el queso, pero me encantaba aquella quesera y la empuñadura del cuchillo, con las iniciales de la bisabuela Golobart; me encantaba que debajo de aquella campana de cristal siempre hubiera algo, aunque fuera queso.

Cambié entonces de rumbo, quién sabe, tal vez tuviera suerte otra vez y tres calles más allá me esperara otro viaje en el tiempo. Nada en Fuente del Berro, nada en Hermosilla, Alcalá tampoco ¡y eso que la fui olisqueando hasta Cibeles! Pero en mi juego interno, traté de definir cómo olía Madrid en otras épocas. Los años que sólo venía para lo indispensable, porque ya vivíamos en la sierra, de la mano de mi madre todo olía a crema hidratante y cuero. Cuando me saltaba la última hora de clase, cruzando la autopista de una carrera y cogiendo el bus que me dejaba en Moncloa, para bajar hasta Atocha caminando y llegar a Villalba justo a tiempo de no levantar sospechas, entonces el agua de la fuente de Plaza de España me parecía colonia de baño, imagínate... Cómo disfrutaba aquellas huídas. Lo que nunca ha dejado de flotar en Madrid es el olor de las castañas asadas en invierno, y las madreselvas que acarician en verano por algunas calles a sus paseantes.
Luego volvió a cambiar, y llegó el almizcle, la madera, las notas ahumadas... No debió convencerme demasiado, pero como todo, se me acostumbró el olfato y empecé a prestar más atención a otros sentidos, por suerte menos alegóricos. Aunque con el tiempo todo vuelve y significa. Sólo hace falta cruzar una esquina y toparte con alguien que utilice cierto perfume (ojalá nadie usara perfumes concretos).
¿Quien sabe que nos recordará mañana a lo que somos hoy? Es inútil tratar de adivinar. La distancia es fundamental en la fórmula que define a los recuerdos. Pero dentro de unos años, cuando pase nuevamente por Manuel Becerra, estaré atenta. Sé que no es casualidad. Convergen ahí tantas calles que alguna, inevitablemente, viene a traer el viento preciso para hacer magia.

lunes, 2 de enero de 2012

ni año nuevo, ni ciento volando

Salgo a la calle a primera hora de la mañana, suena el gong, cuenta atrás, ya es el primer lunes del nuevo año. Pero ¿de qué año? Yo ya no sé cuando terminó el anterior. Los últimos tiempos aparecen en mi memoria como una amalgama de días sin principio ni final. ¿Y ésto va a ser ya siempre así?
Definitivamente no hay cuenta atrás, todo sigue hacia delante en una sucesión de días y de noches, y más días, y más noches. Los años no son de distinto color unos de otros, ni huelen diferente, ni la suerte cambia con la numerología, no. Éste damero temporal es en realidad una plancha de hielo uniforme. Una veces patinas a conciencia, otras te deslizas sin querer.

Enero no ha llegado, es sólo una etiqueta más de las que inventa nuestra necesidad de ordenar y poner nombre a todo, pero nada que no esté ya va a llegar. Por favor, mantengamos la calma.
Que nadie se aventure a hacer un recuento de lo sucedido hasta la fecha; absteneos de poner sobre la mesa lo bueno y lo malo, salvo aquel que esté muy seguro de que saldrá bien parado. Y en tal caso, que busque una mesa apartada del resto.
Cada vez que asomo la nariz al recuerdo de todo lo que prometía cambiar cada primero de Enero, pesco un resfriado. Ésta vez no espero nada. Sé lo que me espera.
Me levantaré cada mañana queriendo dormir un poco más, vendré a trabajar queriendo estar en otro lado, pero haré mi trabajo igual. Sé que esperaré una llamada, y cuando la reciba, entonces su voz me sabrá a muy poco y desearé que estuviera aquí, ¿y si llega a venir? Si llega a venir... entonces querré no seguir queriendo, porque, tengo que asumirlo, en eso consiste ser un sólo.

Asumir, esa sí que es una asignatura pendiente. Menos esperar y más asumir, que pasarán más de mil años, muchos más, y de deseos e insatisfacciones a todos se nos llenarán los bolsillos. Pedimos lo imposible sin hacer posible que suceda. Hasta que no seamos conscientes de lo que somos capaces de dar, (y no digo ofrecer, todos ofrecemos infinito) no deberíamos pedir. Corremos el riesgo de recibir.
Propongo un plan: Dedicar esto que llamamos año a averiguar qué pedirnos a nosotros mismos. Que seamos igual de exigentes con nuestras capacidades que con la suerte, y también, por supuesto, nos demos las debidas recompensas. Y es que, no nos engañemos, todos sabemos quienes somos. Tal vez así podamos juntar todas las mesas.

martes, 11 de octubre de 2011

busco ratas

Aún recuerdo con pavor los treinta metros interminables durante los que corrí perseguida por una rata a la puerta de un restaurante (es probable que las dos huyéramos en la misma dirección, ella del raticida y yo de ella). O a aquel gatito que buscaba algún bocado en la basura, detrás de un chiringuito de playa, al que fui a acariciar y a escasos centímetros resultó ser más roedor que felino, e inmediatamente desmerecedor de toda muestra de cariño, por cierto...
Quiero decir con ésto que no siento ningún afecto por las ratas, nunca se lo he tenido, ni yo ni nadie que yo conozca; todas mis experiencias con ratas han sido escalofriantes, terribles. Pero las busco. Hayá donde sea probable encontrar alguna, permanezco atenta. Como cuando tienes una llaga en la boca y no puedes parar de buscarla con la lengua, o como apretarse un moratón.

El día que por fin se cruce una en mi camino en el metro de Madrid, el choque entre asco y felicidad será tremendo. Llevo años fijándome en las vías o mirando a través de las ventanillas, sin resultado alguno. Que haberlas haylas, está claro, no nos cabe ninguna duda, pero son temerosas, o muy educadas.
En mi primer viaje a NY, cuando por primera vez bajé al metro, en el primer lugar donde puse el ojo, una rata del tamaño de mi antebrazo con una cola horriblemente rotunda y larga roía vete a saber qué tan tranquila sin pudor alguno, y me dio envidia, mucha envidia, que allí satisfacer este tipo de curiosidades malsanas sea tan sencillo.

Aquí, en cambio, no hay manera. En Junio de éste año, leí en un boletín de noticias del barrio que la calle San Vicente Ferrer de éste lado de San Bernardo estaba cortada por un hundimiento del firme. Todos los implicados, ayuntamiento, vecinos, propietarios... escurrían y escurren el bulto de la responsabilidad, y ahí sigue el boquete en el suelo, mal tapado por unas tablas ya podridas, y un par de vallas que no impiden el acceso, ni son visibles, ni tienen utilidad alguna. El vecino denunciante, destacaba entre otros peligros y molestias de la situación, que ratas enormes salen por las noches del agujero y campan a sus anchas por ese pedazo de Madrid. Pues bien, por ese pedazo de Madrid y a mis anchas paseo yo con mi perro, que cuatro ojos ven más que dos, todas las noches desde Junio pero ni rastro de ellas.

Y ya verás, que volverá a pasar que una aparezca cuando no esté preparada, porque ésto es como todo lo que atrae y da miedo, que por algo da miedo.
Buscas tú a la rata para que la rata no te encuentre a tí primero, estás alerta, atenta a que en cualquier momento suceda lo que te atemoriza, para controlar el susto, pero en cuanto bajas la guardia... los fantasmas se reflejan en el espejo del baño, los villanos salen de debajo de la cama, los médicos dan diagnósticos preocupantes, llegan los despidos, las separaciones, o las uniones con mal porvenir. Aparece una rata, al fin y al cabo, que corre tras de tí durante treinta interminables metros, y de nada sirve la experiencia acumulada viéndolas venir.

jueves, 11 de agosto de 2011

los monos se enamoran de las mujeres

Los monos se enamoran de las mujeres, dice mi madre, y mi padre confirma con un gesto de cabeza. Les pedí que le contaran ellos la historia del chimpancé que atacó a la trapecista, porque cuando cuento yo éstas cosas, parece que me las invento.
Cierto es que con los años y habiéndolas escuchado de niña, hay detalles que varían. En éste caso, yo recordaba a una bailarina, por ejemplo. Pero en esencia, la historia es la misma y lo más importante, es real.

A saber... Chimpancé conoce a trapecista, se enamora, trapecista no siente lo mismo por el chimpancé, y éste decide esconderse debajo del escenario durante la actuación de ella, esperar a que termine, arrastrarla con él a traición agarrándola por una pierna mientras baja por la escalerita, y asestarle una tremenda dentellada en el pié, como venganza por su desprecio.

Resultaba imposible separar a aquel mono de la chica. El domador, inmóvil, intenta excusarlo, es un animal, actúa por instinto (también es su fuente de ingresos). Ella no entendía nada, supongo, y supongo que el chimpancé lo entendía todo. Como en la vida, cuando a uno le rompen el corazón, es de justicia romper algo al culpable, algo igualmente valioso, como es el pié de una trapecista. Ella no pudo volver a trabajar nunca más, no sobre un trapecio al menos, y el mono... ya sabes, es un animal, imprevisible, hay que entenderlo.

Si nos examinamos la piel, encontraremos más de una marca de dientes, ésta me la dejó el primer beso, la primera vez, aquella ¿la ves? pues es del último chico que me hizo creer en vano. Y si cojeo de un pié, bueno... algunos lo llaman "el amor de mi vida". Desde entonces ya no hago piruetas, ni me atrevo con el más difícil todavía.

sábado, 21 de mayo de 2011

una mierda segura

Hace tiempo un amigo me contó una historia. Él tendría diecisiete o dieciocho años, estudiaba formación profesional, y estaba en una cafetería bebiendo unas cervezas con amigos cuando entró un viejo dibujante al que él admiraba. Después de un rato, se decidió y fue hasta la barra a saludarle. El hombre se sorpredió gratificado porque le hubiera reconocido y se interesó por mi amigo. "Así que tú también dibujas ¡qué bien! ¿Piensas dedicarte a ello?", "Ojalá... pero estudio para delineante" "¿Y te gusta? no pareces muy convencido" "NO, la verdad. Es una mierda, pero es algo seguro"... El señor volvió a dirigir su mirada al vaso de vermouth y le replicó "Bueno, si tú crees que haces bien asegurándote la mierda...".

He pensado mucho en esa historia éstos días, en aquella respuesta brillante. En la necesidad de contar con algo que nos proporcione tranquilidad y rutina, aunque esa tranquilidad no nos satisfaga. A veces es difícil distinguir que cierta realidad no nos es grata, porque nos sustenta, o porque lo contrario nos exige demasiado, pero cuando lo sabemos, cuando lo tenemos claro ¿por qué cuesta tanto renunciar a ello?. Éstos son días de cambio, revolucionarios, en la política, en la sociedad, para cada uno de nosotros, para mí personalmente desde luego. Es momento de pensar en todo lo que no está bien y yo puedo cambiar, pero también en sus consecuencias. No debería ser tan caro el precio a pagar por ejercer la libertad de decisión. No debería dar tanto miedo la dignidad, perseguir un sueño... ni deberían pender del hilo del aguante y la sumisión el hogar o el pan de cada día.
Sé que la vida es más ancha que larga, y que a veces el sol pega de frente y creemos que tal vez cuando caiga, ésto haya crecido algunos metros más allá, mientras no podíamos abrir los ojos. Pero no, nada cambiará por arte de magia, no hay un viejo gordo repartiendo regalos mientras dormimos. Sospecho que no a todos nos han enseñado del mismo modo, y que algunos guardan el egoísmo bien a mano, para jugar con él en los bolsillos mientras aguardan al metro, su vez en la carnicería... y van dejando las huellas de sus dedos sucios por doquier. Poco a poco voy aprendiendo a dstinguirlas, alguna se me escapa, pero voy afinando el olfato.

No debería dar tanto miedo decir Adiós, mi tiempo aquí ha terminado. Sería estupendo pensar que empezar de nuevo es sólo eso, un comienzo, que el final era lo que vivíamos antes de dar el paso, y que la sociedad nos pusiera las cosas fáciles. No debería dar miedo, pero lo da, porque hemos aceptado el dinero como moneda de cambio a nuestro esfuerzo, a nuestra abrigo, nuestro alimento, incluso para nuestro hogar. Hemos confiado en el dinero más que en nosotros mismos. Y aún creémos que vale más el cuánto que el cómo. Y el futuro lo medimos en ahorros, no en años ni en meses. Una casa tiene más letras que habitaciones, incluso somos padres cuando los ingresos nos lo permiten, muy por encima del amor o la juventud que podamos ofrecer a nuestros hijos.
Aceptamos el juego, de ésto hacen ya muchos siglos, y desde aquel momento nos han ido borrando la memoria, y endeudando los bolsillos. Uno nunca será lo que desea ser, sino lo que el mercado le permita. Pues bien, a día de hoy no tengo hijos, pero espero tenerlos, y de mí dependerán su memoria y su valor. Si queremos que el levantamiento del pueblo que estamos viviendo tenga consecuencias positivas, debemos esperar un largo plazo, y si el asentamiento en Sol sirve para algo es para que esos niños de hoy lo vean, y sientan que su decisión es importante, que la política existe, y les enseñemos a ser libres y ser honestos, que odien el miedo. Que tal vez la vida no es muy larga, pero nuestra vista abarca más de lo que pensamos y la única revolución es impedir que les pongan una venda en los ojos como la que arrastramos tantas generaciones. Para que no antepongan cualquier mierda segura a su felicidad.

viernes, 18 de marzo de 2011

no te echo de menos

Echar de menos es una expresión confusa, literalmente no tiene sentido. Echar se define como Hacer que algo vaya a parar a alguna parte, dándole impulso, o como Despedir de sí algo, entre otras cuarenta y ocho acepciones similares. Todo lo contrario al significado de la expresión, pero nadie se lo plantea. Se echa de menos con una facilidad pasmosa, ¿Cómo puedo yo echar de menos? ¿Cómo puedo despedirte de mí de menos, y padecer tu ausencia? Imposible, no puedo.
Echar de menos es un portuguesismo, viene de achar menos. Achar significa descubrir, encontrar, decidir... me cuadra más así, pero no del todo, lo siento, yo no he descubierto nada, sabía que sentiría ésto. Tampoco te extraño, no me resultas desconocido, ni deseo desterrarte. Así pues ¿qué puedo decir? ésta lengua nuestra no me lo pone nada fácil. Llevo años en conflicto con las formas de la nostalgia. Y me gusta ser precisa.

jueves, 24 de febrero de 2011

nos hemos vuelto a equivocar, otra vez...

El termómetro de la farmacia marcaba a mediodía 18º, a mí me parecían más, desabrigada, con el sol de frente y el aire oliendo a primavera, mi sensación térmica era, al menos, de 21º. Dentro de mi casa, en cambio, me tuve que poner una chaqueta.
No aprendo, siempre me instalo en pisos antiguos, sin calefacción, donde hace un frío antiguo que provoca gripes de las de antes, de cuando la gente moría de eso. Y cada invierno rozo la pulmonía.
Son esos errores de cálculo que se repiten. Una se muda con el buen tiempo, cuando prima lo estético sobre lo práctico. Bonitas puertas, bonito enclave, bonitos techos altos ¡y el descansillo! ¡qué escalera! pero si está alfombrada... ¿Qué dice usted? ¿que el edificio es modernista? ¿Y quien necesita calefacción central en un edificio de 1905? Pues yo, pero de éste detalle me acuerdo tarde. Como siempre, nos hemos vuelto a equivocar, otra vez.
Y lo que antes la juventud disfrazaba de ingenuidad, ahora empieza a delatarse como indudable torpeza. No aprendo.
Éste año llegué a tener 42º de fiebre torpe, y hoy ya llevo dos semanas de pena torpe. De ésto último no tiene la culpa mi impulsividad inmobiliaria, pero esque no es la única materia en la que tropiezo. Y siempre viene a ser lo mismo, el día brilla, la espectativa del cambio hace verlo todo de otro color, te encandilan las molduras de las paredes, o una mirada estable, o el suelo de madera, o una sonrisa amplia, unas manos firmes, la risa fácil, las coincidencias, el tacto... ¡pum! traspiés, ya estoy en el suelo, yo sóla, por dejarme llevar por un corazón pre-ocupado, como siempre. Y entre una y otra torpeza, yo paso frío cuando ahí fuera los termómetros marcan 18º, que parecen incluso más. Nos hemos vuelto a equivocar, otra vez...

martes, 18 de enero de 2011

Obsolescencia la nuestra

Hace algunos días emitieron un documental en la 2 que ha dado mucho que hablar. Al menos en mi entorno, ya sea porque tengo amigos curiosos, conspiracionistas, o que tienen la capacidad de sorprenderse todavía con sospechas comunes cuando estas vienen envasadas en formato oficial, y es una voz extraña, y no la propia, la que lo verbaliza.
Se trata de un pequeño trabajo de no mucha duración llamado Comprar, Tirar, Comprar que analiza la llamada obsolescencia programada de los objetos de consumo.
He tomado muchas cañas al rededor de éste documental, he notado cierta decepción, indignación al respecto. Resulta casi criminal programar un teléfono móvil para que no dure más de x años, obligándote a comprar otro y así continuar con la cadena de producción disparatada que nos empuja a una espiral de renovación constante, pero en cambio somos nosotros mismos los que demandamos innovación, nos peleamos por ser los primeros en pasear la última tecnología, e invertimos en muebles o ropa baratos para poderlos tirar a la basura sin dolor cuando cambien las modas. ¿A caso no nos encanta la dichosa obsolescencia? ¿Tan influenciables somos, en serio?

Pero se nos está yendo de las manos, convertimos en consumibles sujetos a capricho incluso las relaciones personales. Vengo de una familia que me ha devuelto el reflejo de la durabilidad en el tiempo, y me siento a menudo como el escritorio de roble que tengo en casa de mis padres, que lleva tres generaciones con la familia, rodeada de Liatorps, Leksviks o Smadals baratos del Ikea. Escucho con demasiada normalidad argumentos del tipo "nunca me lo planteé como algo serio" o "es una relación puente, perfecto por el momento"... ¿A caso ésto no es programar la durabilidad de algo? No sé si me siento más segura comprando un Mac último modelo, o conociendo a un chico estupendo una tarde en el Retiro. Y nos seguimos sorprendiendo.
Vivimos el comienzo de muchas historias, empezamos nuevas aventuras constantemente, y cada vez nos quedará más lejos aquello de llegar a saber qué se siente compartiendo la vida más allá del prólogo. El auténtico reto. Yo reconozco la casa de mi madre, o la de mis abuelos, con los ojos cerrados, sólo asomando la nariz, porque está impregnada de años, de el aire que hemos respirado ahí dentro desde que nacimos, todas las palabras que hemos cruzado han quedado entre las vetas de la madera y los perfumes de mi abuela, el olor del arroz con habichuelas, está atesorado entre la fibra del sillón donde dormía la siesta cuando salíamos a jugar a la calle. ¿Oleremos nosotros a nuevo cuando ya seamos evidentemente viejos? ¿Y qué aspecto tendrá el maldito Liatorp cuando no nos queden fuerzas para tirarlo, ir hasta La Gavia y cargar solos esa nueva caja infernal en el carrito?