jueves, 16 de febrero de 2012

manuel becerra

Salí a caminar la otra noche, pasadas las once. Llegué hasta Colón esquivando lugares comunes, pensando en lo pequeña que se me estaba quedando la ciudad ahora que sumo tantas calles a evitar, a ser posible. Hacia la izquierda, andé a penas la Castellana para subir enseguida por Ayala. La Castellana me gusta mucho más de bajada, de vuelta a casa, tan vacía de caminantes.
Estaba llegando a Manuel Becerra cuando Madrid empezó a olerme diferente. Un cálido olor a portal y arena, a manta de lana. Yo conocía ese olor, en algún momento había llegado a ser muy mío, pero de aquello hacía tiempo. Me recordé entonces bajando a la calle a esperar a la ruta del cole, que normalmente me esperaba a mí (mi madre siempre me enseñó que la puntualidad es muy importante, pero nunca predicó con el ejemplo). En ese momento paré el paso, cerré los ojos y busqué más detalles en el aire. Una quesera se abrió y las manos de mi abuela cortaron un pedazo de queso que me comí sin placer, pero con ganas. Entonces no me gustaba el queso, pero me encantaba aquella quesera y la empuñadura del cuchillo, con las iniciales de la bisabuela Golobart; me encantaba que debajo de aquella campana de cristal siempre hubiera algo, aunque fuera queso.

Cambié entonces de rumbo, quién sabe, tal vez tuviera suerte otra vez y tres calles más allá me esperara otro viaje en el tiempo. Nada en Fuente del Berro, nada en Hermosilla, Alcalá tampoco ¡y eso que la fui olisqueando hasta Cibeles! Pero en mi juego interno, traté de definir cómo olía Madrid en otras épocas. Los años que sólo venía para lo indispensable, porque ya vivíamos en la sierra, de la mano de mi madre todo olía a crema hidratante y cuero. Cuando me saltaba la última hora de clase, cruzando la autopista de una carrera y cogiendo el bus que me dejaba en Moncloa, para bajar hasta Atocha caminando y llegar a Villalba justo a tiempo de no levantar sospechas, entonces el agua de la fuente de Plaza de España me parecía colonia de baño, imagínate... Cómo disfrutaba aquellas huídas. Lo que nunca ha dejado de flotar en Madrid es el olor de las castañas asadas en invierno, y las madreselvas que acarician en verano por algunas calles a sus paseantes.
Luego volvió a cambiar, y llegó el almizcle, la madera, las notas ahumadas... No debió convencerme demasiado, pero como todo, se me acostumbró el olfato y empecé a prestar más atención a otros sentidos, por suerte menos alegóricos. Aunque con el tiempo todo vuelve y significa. Sólo hace falta cruzar una esquina y toparte con alguien que utilice cierto perfume (ojalá nadie usara perfumes concretos).
¿Quien sabe que nos recordará mañana a lo que somos hoy? Es inútil tratar de adivinar. La distancia es fundamental en la fórmula que define a los recuerdos. Pero dentro de unos años, cuando pase nuevamente por Manuel Becerra, estaré atenta. Sé que no es casualidad. Convergen ahí tantas calles que alguna, inevitablemente, viene a traer el viento preciso para hacer magia.

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