lunes, 21 de septiembre de 2009

una genialidad

En 2001, uno de los fotógrafos que más admiro, Philip Lorca di Corcia, decidió poner en marcha una genialidad. Pero no una genialidad cualquiera, sino una de esas que te convierten en inimitable, porque nadie se va a tomar la molestia de pegarse el mismo trabajo para hacer algo que ya está hecho. Al contrario que otras genialidades, como la de Richard Avedon y su editorial de la América profunda, con hombre avispa y niño con pulpo, tantas veces repetido que aburre - no hace falta más que una sucia sábana y cualquiera delante - pobre Avedon...
Philip instaló en un paso de peatones de Times Square en Nueva York un sistema de iluminación oculto, compuesto por diversos flashes de mano perfectamente calculados para conseguir convertir la cotidianidad en sueño. Visiones cinematográficas de personas anónimas, que ni se enteraron en el momento del disparo y no sé en qué momento llegaron a ser conscientes de su protagonismo en éste trabajo que ha pasado a la historia. Tal vez un día se vieron en alguna publicación a todo lujo, con un aire increíblemente misterioso y sereno, con más fuerza de la que imaginaban para sí mismos. Ciudadanos ejemplares gracias a éste trabajo de artesanía fotográfica, una genialidad.




Rafael

Rafael tiene noventa años y el cabello, antes negro, ahora es blanco. Los ojos azules, ahora grises, la piel también ha clareado, como el carácter.
Precisamente en el carácter, antes rebelde y decidido y hoy dócil, rebajado, es por donde uno puede ver esa ventana cuyo cierre ha cedido con los años y se abre, sin remedio, dejando entrar en su vida malos aires que antes no habrían podido.
Rafael se aferra al último engaño de amor, sin saber que éste entró por aquella ventana rota, alevoso y malintencionado, ladrón postrero. Y él no ve que sus ojos ya no miran, suplican y se cansan, y que sus manos ya no acarician, se aferran a la piel interesada... y el amor pasa del corazón a los pulmones, sube por la garganta, embelesa las ideas, y como si el cerebro fuera una gran sala de museo, expolia cada cuadro lúcidamente concebido y lo sustituye por letras del tesoro...
Rafael ya nunca será el Rafael que vivió para ser, será un Rafael engatusado, lejano y usurero, el Rafael que vivió otro, tal vez.
Lástima...

martes, 1 de septiembre de 2009

Romper en caso de incendio, no tocar los cojones para pequeños fuegos.

Analizas la historia, libre de remordimientos. Seguro que había algún modo de llevar mejor los contratiempos, seguro que había huecos más acertados para encajar las piezas sueltas, seguro, pero por lo menos, no puedes decir que la impasibidad fuera tu modus operandi. Incluso tú, apática para tu propia fortuna, te has sorprendido con aluviones de fuerzas sacadas de flaqueza, reservas sin duda de las que no gastas en todo lo demás, guardadas a buen recaudo para la guerra verdadera. Romper en caso de incendio, no tocar los cojones para pequeños fuegos.
Tenías la esperanza de que el esfuerzo fuera recíproco, por esas cosas que te malenseñan cuando eres una niña. Del mismo modo que te pasas toda la primaria multiplicando con una x y en secundaria te dicen que no, que es un simple · y tus esquemas se tuercen.
Ahora estás sentada en el centro de tu buen karma. 70 preciosos metros cuadrados a precio de saldo que pesan como 70 muertos, o todas las veces que has muerto en el camino. La tranquilidad de quien ha hecho bien las cosas, y la taquicardia encubierta de sentirse decepcionada y no correspondida. Culpable por no poder sacar un resquicio más de amor, un halo de esperanza. Tantas cajas por abrir, y todas y cada una de ellas esconden un recuerdo, como esos payasos con muelle que te tocan las narices. Te preguntas para que sirve ser buena, si a fin de cuentas todo quema. La luz provoca sombras. Y tal vez tengas razón, pero es mejor no pensarlo en alto.
La vida arde, no hay duda, y nos rompemos a menudo para salvarnos. De nada sirve, el fuego se propaga. Habrá que aprender a convivir con el humo.



imagen: Ralph Gibson