miércoles, 21 de abril de 2010

soy David contra Goliat, con la piedra en el zapato

A los puntos finales les surjen otros suspensivos, como a mí me crecen los enanos.
Me propongo medidas coherentes que sólo pueden producir consecuencias satisfactorias, y acabo saliéndome del tiesto, de mi propio tiesto, y provoco el caos en ésta calma que, por otro lado, de tan estable me asusta.
¿Y por qué tanta inquietud? si nada de lo que extraño era mío, la poca verdad la fui coleccionando en fascículos que compraba cada domingo en un kiosko diferente. "¿Tienen ustedes Lo Que Es Mío?" "No, bonita, de eso ya no me queda, prueba en otro sitio".
Claro, que tontería, si nadie quiere lo que es suyo, todos quieren lo de los demás pero sin gastarse un duro. Porque el primer cartón te sale a euro, pero después el precio sube ¡y de qué manera!

En éstas andaba yo pensando hace unas horas, mientras caminaba sin rumbo fijo como un ratón en éste laberinto que es Madrid, como podría ser cualquier otra ciudad, cuando me he parado en un semáforo y me he sentido minúsula. Así de golpe sentirse tan insignificante sin querer, por un lado da bajón y por otro reconforta. Como David contra Goliat, trato de ordenar una vida que me empuja a mí ¡toma ingenuidad! y en esas estamos. La piedra la llevo en el zapato.
Pues se acabó, lo que tenga que ser, que sea. Y me guardo silencio a mí misma. El semáforo se pone rojo para los vehículos, verde para los peatones, y continúo mi camino (ya no sé muy bien por qué) fijándome en las pequeñas cosas, las que están a nuestro alcance.

Más puntos suspensivos: ¿Y si no quiero estar a la altura del alcance? Hoy no es el día de las pequeñas cosas, es el día de las eternas preguntas. Doy un talonazo contra la pared, muevo la piedra para no pisarla, y me sigo discutiendo.

martes, 13 de abril de 2010

niña, estás desabrigada

A las siete menos cuarto de la mañana me canso de no dormir y salgo a la calle. No tengo demasiada experiencia con el insomnio, me desenvuelvo sinceramente mal en las noches en vela.
Ésta la he pasado de charleta con el edificio. Sus cimientos crujían sorprendidos por una breve noche fría -ahora que se habían acostumbrado de nuevo al sol-, lo que no habían crujido en todo éste invierno helado. Mis huesos gruñían a su vez, enfadados, buscando todavía el calor que ya no está y que yo, torpemente, contra mi propia integridad, aún consigo alejar más.
Pienso entonces que es más fácil convivir con el frío constante, que haber vivido al sol y acostumbrarse de pronto a la sombra. Y pienso también que hablar es fácil, pero creer es complicado. Y fuera ha llovido toda la noche, dentro también.

Salgo a la plaza y la señora Chelo me mira desde su balcón, con su inquietante sonrisa constante, mientras me saluda eufórica con su mano derecha. La señora Chelo es maravillosa, es un personaje inolvidable que me tira besos mientras tiende la ropa y me invita a café en su casa, para enseñármela entera, cada foto, cada recuerdo, y luego decirme que no tiene café.
No sabría escribir sobre ella, no sé por qué. A lo mejor las personas son como los estilos literarios, y Chelo no es el mío, o su descripción requiere adjetivos que no domino. O a lo mejor me bloquea la réplica del d.n.i. de Franco enmarcada en su salón... Su casa ocupa una planta entera, a mí ella a penas me llega a la altura de las costillas flotantes.

"Niña, estás desabrigada", me advierte un hombre con gabardina y sombrero fedora. Y tanto que estoy desabrigada ¡cuánta razón! pero esque da igual la ropa que me eche encima, soy una persona desabrigada y el frío me cala. No entro en calor. Aún así, entro en casa, me pongo un abrigo y vuelvo a salir. Son ya las siete y media.

Voy camino del banco. A éstas horas se cruzan los trabajadores con cara de sueño con los madrugadores convencidos. Admiro mucho a éstos últimos. La mayoría tiene perro. Los perros agradecen que sus dueños sean madrugadores convencidos. Los trabajadores con cara de sueño no disfrutan de éstas pocas horas de la mañana en las que la luz poco a poco se asienta, y los pasos se escuchan claros, no hay prisas, parece que ninguno de los que ocupamos la calle seríamos capaces de hacer daño a nadie. No al menos en esas breves horas.

Son las ocho y yo ya piso la Gran Vía. Hace poco la cruzaba a diario, en mi vida todavía hace poco para todo.

No me gusta la calle Carretas. Hay pocas calles en Madrid que no me gusten, pero todas se parecen a la calle Carretas. Me importan poco las caras que deambulan por ella. Cojo aire y lo suelto ya una hora más tarde, a las nueve, de nuevo la Gran Vía. Hacerse mayor es adquirir deudas bancarias. Siento cómo me clarean siete canas nuevas.
Los trabajadores de las nueve tienen cara de sueño, pero además llevan mucha prisa. Hay que estar atento, a partir de ahora puede pasar cualquier cosa.