martes, 10 de abril de 2012

un fantasma

No era una hora prudente para tender la ropa, pero era el único momento que me quedó para hacerlo. Cerca de las once de la noche el cielo estaba ya negro, pero el patio interior de la comunidad continuaba iluminado a través de las ventanas de algunos vecinos.
Extiendo la sábana cubriendo parcialmente la ventana del piso de abajo por un instante, y un grito aterrador me deja helada. En seguida un llanto infantil, imagino entonces la sombra siniestra que debió percibir, medio dormido, el chaval y su imaginación de cuatro o cinco años.

¡¡Mamá!!... ¡Mamá! - y la madre no responde. Yo permanezco atenta, asomada a la ventana, por si tengo que explicar lo sucedido.
¡¡Mamá!! Mami, ven - y la madre no responde. Está, porque la escucho trajinar en la cocina, pero no hace caso al niño.
Empiezo a sentirme muy culpable. Sigue llorando, y tengo ganas de llamarle yo a él y decirle que esté tranquilo, que sólo he sido yo tendiendo las sábanas. Pero imagina que, encima de ver un fantasma a través de la ventana, el fantasma va y te llama, justo ahora que tu madre ha decidido no estar de tu lado.

Una breve eternidad más tarde, cuando el autoconsuelo estaba empezando a funcionar, por fin llega la madre para preguntarse por qué seguía despierto, pegar cuatro gritos, pedir que no invente cosas, y que, si le vuelve a pasar, mire a la pared y no a la ventana. Creo que la voz fantasmal del piso de arriba habría resultado más balsámica. Con lo fácil que era asomarse, demostrar que no hay que tener miedo, e inventarse algo sencillo que, en este caso además, no tenía que inventarse.

Vuelvo dentro todavía con cierto malestar, y pienso en cuántas veces me habré asustado por error. Y cuantas veces, aquellos en quienes yo confiaba, me habrán dicho que mire hacia otro lado, siendo tan fácil aclarar las dudas.
Es absurdo, porque todos sabemos que las sombras existen, entendemos qué las provoca y en un momento dado somos capaces de reírnos de nosotros mismos, pero la imaginación es otro cantar que, a menudo, se nos escapa de las manos.

jueves, 16 de febrero de 2012

manuel becerra

Salí a caminar la otra noche, pasadas las once. Llegué hasta Colón esquivando lugares comunes, pensando en lo pequeña que se me estaba quedando la ciudad ahora que sumo tantas calles a evitar, a ser posible. Hacia la izquierda, andé a penas la Castellana para subir enseguida por Ayala. La Castellana me gusta mucho más de bajada, de vuelta a casa, tan vacía de caminantes.
Estaba llegando a Manuel Becerra cuando Madrid empezó a olerme diferente. Un cálido olor a portal y arena, a manta de lana. Yo conocía ese olor, en algún momento había llegado a ser muy mío, pero de aquello hacía tiempo. Me recordé entonces bajando a la calle a esperar a la ruta del cole, que normalmente me esperaba a mí (mi madre siempre me enseñó que la puntualidad es muy importante, pero nunca predicó con el ejemplo). En ese momento paré el paso, cerré los ojos y busqué más detalles en el aire. Una quesera se abrió y las manos de mi abuela cortaron un pedazo de queso que me comí sin placer, pero con ganas. Entonces no me gustaba el queso, pero me encantaba aquella quesera y la empuñadura del cuchillo, con las iniciales de la bisabuela Golobart; me encantaba que debajo de aquella campana de cristal siempre hubiera algo, aunque fuera queso.

Cambié entonces de rumbo, quién sabe, tal vez tuviera suerte otra vez y tres calles más allá me esperara otro viaje en el tiempo. Nada en Fuente del Berro, nada en Hermosilla, Alcalá tampoco ¡y eso que la fui olisqueando hasta Cibeles! Pero en mi juego interno, traté de definir cómo olía Madrid en otras épocas. Los años que sólo venía para lo indispensable, porque ya vivíamos en la sierra, de la mano de mi madre todo olía a crema hidratante y cuero. Cuando me saltaba la última hora de clase, cruzando la autopista de una carrera y cogiendo el bus que me dejaba en Moncloa, para bajar hasta Atocha caminando y llegar a Villalba justo a tiempo de no levantar sospechas, entonces el agua de la fuente de Plaza de España me parecía colonia de baño, imagínate... Cómo disfrutaba aquellas huídas. Lo que nunca ha dejado de flotar en Madrid es el olor de las castañas asadas en invierno, y las madreselvas que acarician en verano por algunas calles a sus paseantes.
Luego volvió a cambiar, y llegó el almizcle, la madera, las notas ahumadas... No debió convencerme demasiado, pero como todo, se me acostumbró el olfato y empecé a prestar más atención a otros sentidos, por suerte menos alegóricos. Aunque con el tiempo todo vuelve y significa. Sólo hace falta cruzar una esquina y toparte con alguien que utilice cierto perfume (ojalá nadie usara perfumes concretos).
¿Quien sabe que nos recordará mañana a lo que somos hoy? Es inútil tratar de adivinar. La distancia es fundamental en la fórmula que define a los recuerdos. Pero dentro de unos años, cuando pase nuevamente por Manuel Becerra, estaré atenta. Sé que no es casualidad. Convergen ahí tantas calles que alguna, inevitablemente, viene a traer el viento preciso para hacer magia.

lunes, 2 de enero de 2012

ni año nuevo, ni ciento volando

Salgo a la calle a primera hora de la mañana, suena el gong, cuenta atrás, ya es el primer lunes del nuevo año. Pero ¿de qué año? Yo ya no sé cuando terminó el anterior. Los últimos tiempos aparecen en mi memoria como una amalgama de días sin principio ni final. ¿Y ésto va a ser ya siempre así?
Definitivamente no hay cuenta atrás, todo sigue hacia delante en una sucesión de días y de noches, y más días, y más noches. Los años no son de distinto color unos de otros, ni huelen diferente, ni la suerte cambia con la numerología, no. Éste damero temporal es en realidad una plancha de hielo uniforme. Una veces patinas a conciencia, otras te deslizas sin querer.

Enero no ha llegado, es sólo una etiqueta más de las que inventa nuestra necesidad de ordenar y poner nombre a todo, pero nada que no esté ya va a llegar. Por favor, mantengamos la calma.
Que nadie se aventure a hacer un recuento de lo sucedido hasta la fecha; absteneos de poner sobre la mesa lo bueno y lo malo, salvo aquel que esté muy seguro de que saldrá bien parado. Y en tal caso, que busque una mesa apartada del resto.
Cada vez que asomo la nariz al recuerdo de todo lo que prometía cambiar cada primero de Enero, pesco un resfriado. Ésta vez no espero nada. Sé lo que me espera.
Me levantaré cada mañana queriendo dormir un poco más, vendré a trabajar queriendo estar en otro lado, pero haré mi trabajo igual. Sé que esperaré una llamada, y cuando la reciba, entonces su voz me sabrá a muy poco y desearé que estuviera aquí, ¿y si llega a venir? Si llega a venir... entonces querré no seguir queriendo, porque, tengo que asumirlo, en eso consiste ser un sólo.

Asumir, esa sí que es una asignatura pendiente. Menos esperar y más asumir, que pasarán más de mil años, muchos más, y de deseos e insatisfacciones a todos se nos llenarán los bolsillos. Pedimos lo imposible sin hacer posible que suceda. Hasta que no seamos conscientes de lo que somos capaces de dar, (y no digo ofrecer, todos ofrecemos infinito) no deberíamos pedir. Corremos el riesgo de recibir.
Propongo un plan: Dedicar esto que llamamos año a averiguar qué pedirnos a nosotros mismos. Que seamos igual de exigentes con nuestras capacidades que con la suerte, y también, por supuesto, nos demos las debidas recompensas. Y es que, no nos engañemos, todos sabemos quienes somos. Tal vez así podamos juntar todas las mesas.