martes, 18 de enero de 2011

Obsolescencia la nuestra

Hace algunos días emitieron un documental en la 2 que ha dado mucho que hablar. Al menos en mi entorno, ya sea porque tengo amigos curiosos, conspiracionistas, o que tienen la capacidad de sorprenderse todavía con sospechas comunes cuando estas vienen envasadas en formato oficial, y es una voz extraña, y no la propia, la que lo verbaliza.
Se trata de un pequeño trabajo de no mucha duración llamado Comprar, Tirar, Comprar que analiza la llamada obsolescencia programada de los objetos de consumo.
He tomado muchas cañas al rededor de éste documental, he notado cierta decepción, indignación al respecto. Resulta casi criminal programar un teléfono móvil para que no dure más de x años, obligándote a comprar otro y así continuar con la cadena de producción disparatada que nos empuja a una espiral de renovación constante, pero en cambio somos nosotros mismos los que demandamos innovación, nos peleamos por ser los primeros en pasear la última tecnología, e invertimos en muebles o ropa baratos para poderlos tirar a la basura sin dolor cuando cambien las modas. ¿A caso no nos encanta la dichosa obsolescencia? ¿Tan influenciables somos, en serio?

Pero se nos está yendo de las manos, convertimos en consumibles sujetos a capricho incluso las relaciones personales. Vengo de una familia que me ha devuelto el reflejo de la durabilidad en el tiempo, y me siento a menudo como el escritorio de roble que tengo en casa de mis padres, que lleva tres generaciones con la familia, rodeada de Liatorps, Leksviks o Smadals baratos del Ikea. Escucho con demasiada normalidad argumentos del tipo "nunca me lo planteé como algo serio" o "es una relación puente, perfecto por el momento"... ¿A caso ésto no es programar la durabilidad de algo? No sé si me siento más segura comprando un Mac último modelo, o conociendo a un chico estupendo una tarde en el Retiro. Y nos seguimos sorprendiendo.
Vivimos el comienzo de muchas historias, empezamos nuevas aventuras constantemente, y cada vez nos quedará más lejos aquello de llegar a saber qué se siente compartiendo la vida más allá del prólogo. El auténtico reto. Yo reconozco la casa de mi madre, o la de mis abuelos, con los ojos cerrados, sólo asomando la nariz, porque está impregnada de años, de el aire que hemos respirado ahí dentro desde que nacimos, todas las palabras que hemos cruzado han quedado entre las vetas de la madera y los perfumes de mi abuela, el olor del arroz con habichuelas, está atesorado entre la fibra del sillón donde dormía la siesta cuando salíamos a jugar a la calle. ¿Oleremos nosotros a nuevo cuando ya seamos evidentemente viejos? ¿Y qué aspecto tendrá el maldito Liatorp cuando no nos queden fuerzas para tirarlo, ir hasta La Gavia y cargar solos esa nueva caja infernal en el carrito?